Pregunta a cualquier deportista, entrenador o aficionado qué es el “momentum” y casi siempre escucharás la misma historia: un equipo marca, el público se enciende, la confianza sube y, de pronto, todo parece más fácil. En psicología deportiva, esa sensación tiene un nombre — momentum psicológico — y se sitúa justo en la frontera entre patrones de rendimiento medibles y la tendencia humana a interpretar las rachas como una prueba de que “algo ha cambiado”. Lo complicado es que el momentum puede parecer evidente en tiempo real y, sin embargo, desaparecer cuando analizas el mismo partido con datos.
En este artículo se explica qué significa realmente el momentum en la ciencia del deporte moderna, qué evidencia lo respalda, de dónde vienen los mitos (incluido el debate del famoso “hot hand”) y cómo entrenadores y deportistas pueden usar esta idea sin caer en trampas de decisión costosas.
En términos académicos, el momentum psicológico suele describirse como un cambio percibido en la confianza, el control y la expectativa de éxito tras un evento clave positivo o negativo. No se limita a marcar puntos: puede activarse con una entrada decisiva, una parada crucial, una decisión arbitral discutida o incluso con un ajuste táctico que de repente “encaja”. La palabra importante aquí es percibido. El momentum es, en parte, rendimiento, pero también es cómo los atletas interpretan lo que acaba de pasar y lo que creen que ocurrirá a continuación.
Esa percepción importa porque cambia el comportamiento. Cuando un atleta siente momentum, suele tomar más iniciativa: un equipo de fútbol presiona más arriba, un tenista arriesga buscando la línea o un jugador de baloncesto tira antes en la posesión. Lo mismo ocurre en sentido contrario. Un giro negativo puede provocar cautela, exceso de pensamiento y decisiones más lentas, elementos típicos que facilitan bajones de rendimiento, especialmente bajo presión.
El momentum también es socialmente contagioso. Los equipos no solo “lo tienen”; lo sienten juntos. El lenguaje corporal, el contacto visual rápido, la reacción del banquillo, el ruido del público y la frustración del rival pueden amplificar esa sensación. Por eso el momentum resulta tan convincente: encaja con lo que vemos y oímos en el deporte en directo incluso antes de comprobar si los resultados realmente cambiaron.
El cerebro humano está diseñado para detectar patrones. En el deporte eso es útil: identificar tendencias y adaptarse rápido es parte del rendimiento de élite. Pero también nos vuelve vulnerables a sobreinterpretar rachas aleatorias. Esta es la base de lo que los psicólogos llaman percepción errónea de la aleatoriedad: vemos agrupaciones y asumimos que deben tener una causa, aunque el azar por sí solo pueda producirlas.
El ejemplo clásico es el “hot hand”. Durante décadas, la visión dominante fue que las rachas calientes eran, en gran parte, una ilusión, popularizada por investigaciones que defendían que las secuencias de tiros pueden parecer “calientes” aunque la probabilidad no haya cambiado. Análisis más recientes han matizado esa idea, mostrando que el efecto “hot hand” puede existir en ciertas condiciones, pero suele ser más pequeño, más difícil de detectar y más dependiente del contexto de lo que creen los aficionados. En otras palabras: a veces hay algo real, pero no tan fiable como afirma la narración típica.
El momentum también se confunde con la estrategia. Si un equipo cambia la táctica, mejora la selección de acciones o fuerza decisiones peores del rival, el rendimiento puede subir y la gente lo llama “momentum”. Pero lo que ocurre puede ser una mejora estratégica, no una fuerza psicológica. Los investigadores han señalado este problema, sobre todo en deportes como el tenis, donde es más fácil separar efectos psicológicos de efectos estratégicos.
En 2025, el panorama científico es más equilibrado que el antiguo enfrentamiento entre “el momentum es un mito” y “el momentum gana partidos”. Cada vez más estudios muestran que puede observarse, pero el reto está en definirlo con precisión y separarlo de factores que lo confunden, como la calidad del rival, la fatiga, los cambios tácticos o el efecto del marcador. Por eso muchos trabajos modernos no preguntan “¿existe el momentum?” como si fuese un sí o no. Preguntan qué tipo de momentum, en qué condiciones y con qué fiabilidad cambia los resultados.
Un enfoque actual consiste en modelar el momentum como un efecto de secuencia medible: por ejemplo, si ciertos eventos del partido se agrupan y si esas agrupaciones predicen futuras anotaciones o probabilidad de victoria mejor que la expectativa base. Esto es muy común en analítica de fútbol, donde los indicadores de “momentum ofensivo” intentan cuantificar presión sostenida y creación de ocasiones. Estos índices son útiles para describir el flujo del partido, pero no demuestran automáticamente un mecanismo psicológico: a menudo reflejan territorio, volumen de ocasiones y dominio táctico.
Otra línea de investigación se centra en aislar el momentum psicológico del momentum estratégico: la idea de que algunas “rachas” surgen por decisiones (como asumir más riesgo o modificar patrones de saque) más que por emoción y creencia. El tenis se utiliza como modelo sólido porque la estructura de puntos y los patrones de servicio permiten mayor control sobre explicaciones estratégicas. Cuando los estudios logran aislar componentes psicológicos, suelen hallar efectos relevantes, pero no mágicos ni garantizados.
El momentum tiende a aparecer con mayor claridad en situaciones donde el estado psicológico puede alterar directamente la ejecución motora y la toma de decisiones: confianza al lanzar, tolerancia al riesgo, velocidad de reacción y control atencional. Esto encaja con hallazgos generales de psicología deportiva que indican que los factores mentales y ciertas intervenciones pueden influir en el rendimiento, aunque los tamaños de efecto varían y no todas las técnicas funcionan igual en todos los deportes o niveles.
Sin embargo, las afirmaciones más fuertes — como “el momentum decide el resultado” — rara vez se sostienen de manera consistente. Un equipo puede dominar diez minutos y aun así encajar en un contraataque. Un jugador de baloncesto puede sentirse imparable y, aun así, volver a su porcentaje habitual en una muestra más grande. Eso no significa que el momentum no exista; significa que no anula la variabilidad, la adaptación del rival ni la matemática básica de las probabilidades.
Los estudios más recientes intentan cuantificar el momentum mediante patrones de eventos y modelos predictivos, a veces con aprendizaje automático. Pueden mejorar la predicción y revelar cómo se forman las rachas, pero suelen concluir que lo que la gente llama momentum es una mezcla de factores contextuales: secuencias de anotación, fatiga, estado del partido, ajustes tácticos y reacciones emocionales ocurriendo a la vez. La idea clave es práctica: el momentum es útil para entender la experiencia y el comportamiento, pero no es una “fuerza” independiente que garantice resultados.

La mejor forma de tratar el momentum en 2025 es como una señal informativa, no como una superstición. Si sientes un giro, la pregunta real es: ¿qué está cambiando exactamente? ¿Estás creando acciones de mayor calidad? ¿El rival está tomando decisiones distintas? ¿Te estás precipitando? ¿Defiendes más atrás? El momentum suele ser una etiqueta que ponemos a posteriori, pero los factores reales que lo impulsan suelen ser visibles si sabes qué observar.
Los entrenadores pueden usar la conciencia del momentum para gestionar dos momentos de alto riesgo: el exceso de confianza tras una buena racha y el derrumbe tras un golpe negativo. La sobreconfianza suele llevar a asumir riesgos innecesarios, tomar malas decisiones y descuidar transiciones defensivas. Un giro negativo suele empujar a un juego seguro y pasivo, con pérdida de iniciativa. Entrenar a los atletas para reconocer estos patrones de conducta es más útil que repetir “hay que mantener el momentum”.
En entornos de rendimiento alto, el “control del momentum” suele integrarse en rutinas: comportamientos de reinicio tras marcar o encajar, mensajes cortos de comunicación, patrones de respiración y recordatorios tácticos rápidos. Esto coincide con la evidencia más amplia de que las habilidades psicológicas y las intervenciones estructuradas pueden apoyar el rendimiento, especialmente cuando son específicas, entrenadas y adaptadas al contexto deportivo, en lugar de ser motivación genérica.
Una de las herramientas más fiables es el ritual de reinicio. Tras un momento positivo (un gol, un break, un triple), el atleta o el equipo usa una rutina breve para evitar un pico emocional y proteger la calidad de las decisiones. Tras un momento negativo, la misma idea evita el pánico. Estos rituales funcionan porque anclan la atención en acciones controlables: colocación, siguiente jugada, respiración y comunicación.
Otra herramienta es separar la “sensación” de los “hechos”. Los atletas de élite suelen desarrollar el hábito de hacerse una pregunta rápida: “¿Qué está cambiando de verdad ahora mismo?”. Si la respuesta honesta es “nada excepto el marcador”, mantienen el plan. Si la respuesta es “estamos cansados” o “han cambiado la presión”, ajustan. Esto ayuda a evitar el error clásico de perseguir una racha en lugar de mejorar los factores que realmente generan rendimiento.
Por último, el momentum debe verse como una habilidad colectiva. Está influido por liderazgo, calidad de comunicación y confianza compartida. Los entrenadores que construyen roles claros, toma de decisiones calmada y respuestas consistentes bajo presión suelen reducir el daño de los giros negativos y evitar el caos que, erróneamente, se atribuye a “perder el momentum”. En la práctica, ahí es donde el momentum se vuelve real: no como magia, sino como el efecto acumulado de psicología, táctica y conducta que modela lo que sucede después.